El otro día, no sé por qué, me dio por recordar mis excursiones al campo con el colegio y entonces me vino a la cabeza una pregunta como tantas otras que me vienen a lo largo del día: ¿Qué ha sido de las cantimploras?
Los niños de ahora no saben lo que son unas verdaderas excursiones al campo. Mientras que los niños de ahora presumen de móvil y de MP4, nosotros en los 90 presumíamos de cantimplora. Y es que las había de todos los colores y tamaños. Yo, sin ir más lejos, tenía una cantimplora de plástico de color verde con un tapón blanco, pero ahora, la cantimplora de mi primo Pablo (porque yo tengo muchos primos y cada uno tiene una historia) era la más molona. Tenía dos compartimentos y en uno echaba zumo y en el otro el agua, como todo el mundo. Con esa supercantimplora mi primo si podía chulear, bueno, podía chulear hasta que se bebiera todo y la cantimplora se quedara vacía como la de todos los demás.
Es entonces cuando cual excursionista en el desierto ardiente buscábamos una gota más de agua a pesar de saber que ya nos la habíamos bebido toda. Pero aún así nosotros no cesábamos en nuestra búsqueda y mirábamos pegando un ojo a la boquilla de la cantimplora, la poníamos boca abajo y la zamarreábamos, pero nada. Y es que otra cosa curiosa de las excursiones al campo es que te entraba hambre antes de la cuenta, será que el aire libre abre el estomago.
Los niños de hoy día no saben jugar en el campo, no se manchan. Nosotros en cambio volvíamos llenos de manchas y churretes, con las rodillas llenas de heridas y los pelos revueltos y alborotados, algo muy común en mí pero no tanto el resto de los niños. Recordando esto me viene otra pregunta, ¿Dónde han ido a parar las postillas que tan bien quedaban en las rodillas y en los codos de los niños de los 90? Esas de las que cuando se secaban te gustaba quitártelas de poquito a poquito a pesar de que tu madre te decía que no te las tocaras que se te podía infectar.
Lo mejor era cuando a la vuelta, me bajaba del autobús con mi gorra del Curro de la Expo a pesar de que ya habían pasado las horas de solanera, con más churretes que la bombilla de una cuadra. Es entonces cuando mi señora madre me miraba y me daba un beso porque es mi madre, no porque le apeteciera, y es que la verdad, cuando volvía de una excursión campestre, daba grimita verme. Después del beso, mi madre me miraba bien, me cogía del brazo con una mueca de asco reflejada en ese semblante de madre disgustá y me decía: “Anda tira, tira, que vas a ir a la bañera de cabeza”.
Los niños de ahora no tienen infancia. No salen a la calle y sólo juegan a la wii. No saben lo que es una postilla ni un cardenal, ni saben lo que es viajar en un coche que no tenga cinturones de seguridad, y es que nosotros, somos unos auténticos supervivientes.